En el ministerio de la Iglesia, a veces nos encontramos con preguntas acerca de la cremación del cuerpo de los difuntos. Aquí me gustaría ofrecer algunos antecedentes y la aclaración de la enseñanza de la Iglesia.
La práctica de la cremación es una tendencia creciente. En 2015, la tasa de cremaciones en este país superó la tasa de enterramientos por primera vez en la historia. Hace cincuenta años, casi todos los que murieron en los Estados Unidos fueron enterrados. Ahora más de la mitad de los muertos son incinerados. La tasa de cremación en Texas hoy es un cuarenta por ciento.
Desde tiempos prehistóricos, la práctica humana universal era enterrar el cuerpo del difunto en el suelo. Hubo, sin embargo, algunas culturas antiguas que practicaban la cremación, como en la India y entre los Aztecas en el centro de México.
Desde los primeros tiempos de los apóstoles, los Cristianos siguieron la práctica Judía que era el entierro del cuerpo. La preferencia Cristiana de sepultura sobre la cremación se basa en nuestra creencia en la resurrección de los muertos, y que es reforzada por nuestra creencia en la santificación del cuerpo como el templo de Dios a través del Sacramento del Bautismo y la alimentación por la Eucaristía.
Mientras que la cremación era una práctica común en el antiguo Imperio Romano, los Cristianos no solían incinerar a sus muertos. En tiempos de las primeras persecuciones, los cuerpos de los mártires fueron incinerados en ocasiones por las autoridades Romanas y se dispersaban para mostrar desprecio por la fe. Las catacumbas son evidencia de que los primeros Cristianos tomaron gran cuidado para mostrar respeto a los cuerpos de los muertos y darles un entierro honorable.
A pesar de que el entierro del cuerpo era una práctica casi universal en nuestra Iglesia por siglos, no había ninguna ley general de la Iglesia prohibiendo la cremación hasta 1886, cuando el Santo Oficio del Vaticano prohibió la quemada de cuerpos para funerales. En ese momento a finales del siglo 19, hubo un movimiento noCatólico en Europa para promover la cremación por razones de higiene pública y la conservación de la tierra. La Iglesia se opuso a ese movimiento porque algunos de esos defensores de cremación también rechazaron de manera flagrante la creencia Cristiana de la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo.
El Código de Derecho Canónico de 1917 continuó la prohibición de la cremación, prohibiendo una sepultura Cristiana a cualquier persona que hubiera ordenado que su cuerpo fuera cremado. Sin embargo, en 1963 la Iglesia Católica comenzó a permitir la cremación, por diversas razones, como la falta de espacio para entierros, costumbre nacional, o para evitar la propagación de la enfermedad en epidemias. En el documento
Piam et Constantem de 1963, la Iglesia aclaró que la práctica de la cremación no es de su naturaleza incompatible con el Cristianismo.
Nuestro Código de Derecho Canónico actual de 1983 en el Canon 1176 dice: “La Iglesia aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina Cristiana.” Del mismo modo, el
Catecismo de la Iglesia Católica del 1992 enseña en el párrafo 2301: “La Iglesia permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo.”
En 2016, la Congregación para la Doctrina de la Fe emitió la instrucción
Ad resurgendum cum Christo (ARCC), con el propósito de explicar las razones por las que la Iglesia prefiere el entierro del cuerpo y para establecer las normas relativas a la disposición de la cenizas en el caso de la cremación. Es un documento breve y muy servicial, y se puede encontrar fácilmente en el Internet.
La instrucción Ad resurgendum cum Christo nos recuerda la doctrina Católica básica de que “por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma.” (ARCC, 2) Sigue diciendo que la Iglesia no presenta objeciones doctrinales a la práctica de la cremación, “ya que la cremación del cadáver no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo y por lo tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo.” (ARCC, 4) En resumen, no es un pecado el incinerar un cuerpo humano.
Sin embargo, la instrucción reitera la preferencia de la Iglesia por el entierro del cuerpo. Creemos que el cuerpo forma parte de la identidad de la persona humana. El entierro del cuerpo está destinado a mostrar la estima hacia el ser querido fallecido y para afirmar la gran dignidad del cuerpo humano. (ARCC, 3) “De hecho, el cuerpo humano está inextricablemente asociada con la persona humana, que actúa y es experimentado por otros a través de ese cuerpo.” (
Orden de Funerales Cristianos, Apéndice 2, no. 411)
La Iglesia ofrece normas para la correcta disposición de las cenizas de alguien que ha sido cremado. Deben ser enterrados en un lugar sagrado que se ha reservado para este fin, como por ejemplo en el suelo en un cementerio, un mausoleo, una bóveda o un columbario. Esto permite que la familia y otros miembros de la Iglesia vayan allí y puedan orar, recordar, y reflexionar. (ARCC, 5) Siempre que sea posible, el lugar donde el recipiente de cenizas esté enterrado o sepultado debe ser identificado con el nombre del difunto en algún tipo de marcador, placa, o piedra.
La instrucción
Ad resurgendum cum Christo hace claro que la Iglesia no permite ninguna de las siguientes prácticas: mantener las cenizas de los difuntos en el hogar; dividiéndolas entre varios miembros de la familia; dispersándolas en el aire, en tierra, o en el mar; o conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, piezas de joyería, obras de arte, u otros objetos. (ARCC, 6-7)
Mientras que la división de cenizas no es permitida por la Iglesia Católica, se ha de notar que la Iglesia no enseña que al dividir las cenizas el alma de la persona nunca estará en paz. No se permite la división de las cenizas, porque carece de la debida reverencia por los restos de los fallecidos.
A veces sucede que una persona ha sido incinerada y las cenizas se mantienen en la casa de alguien por un número de años, y, finalmente, la familia no está segura de qué hacer con ellas. En tal caso, la familia puede ponerse en contacto con un cementerio, su párroco local, o el canciller diocesano, para discutir las posibilidades para la disposición final y adecuada de los restos incinerados.
Hay muchas razones legítimas por las cuales las familias podrían elegir la cremación. Por lo general, el factor más común es el costo. Cremaciones suelen costar menos de un tercio del precio de los funerales con el entierro del cuerpo. Algunos optan por la cremación por razones de simplicidad o por razones ecológicas. En algunos países, como México, la tierra para el entierro es muy escasa. A veces, la cremación es la opción apropiada debido a la presencia de una enfermedad contagiosa o cuando el cuerpo está muy dañado. El transporte de los restos de los fallecidos a grandes distancias también puede ser una razón práctica para la cremación.
Cuando se elige la cremación, la Iglesia tiene exequias específicas que proporcionan para esta situación. Lo ideal es que la cremación del cuerpo se lleve a cabo después de la Misa Exequial. Esto permite el uso de nuestros bellos rituales funerarios que muestran una profunda reverencia al cuerpo del difunto: rociándolo con agua bendita, la colocación del palio funerario sobre el ataúd, la colocación de los símbolos Cristianos en el ataúd, y honrándolo con el incienso.
Cuando las circunstancias requieren la cremación antes del funeral, la liturgia se puede celebrar en presencia de los restos incinerados. Las cenizas están presentes en un recipiente sellado, digno, situado cerca del altar en una pequeña mesa o estante. Este recipiente se puede llevar reverentemente en la procesión de entrada o se puede colocar en esta mesa antes de que comience la liturgia. El Cirio Pascual encendido se encuentra cerca. Las cenizas son rociadas con agua bendita. En todos los casos, los restos incinerados del cuerpo deben ser tratados con el mismo respeto dado al cuerpo humano de la que proceden.
Las enseñanzas y ritos funerarios de la Iglesia nos recuerdan que el cuerpo está destinado a la resurrección y la vida eterna. Ya sea que nuestro cuerpo esté enterrado o incinerado al final de nuestra vida terrenal, confiamos en las palabras de San Pablo: “Nuestra ciudadanía está en los Cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo, quien cambiará nuestro humilde cuerpo haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio.” (Fil. 3:20-21)