El Avivamiento Eucarístico Nacional está verdaderamente inspirado por el Espíritu Santo y está teniendo un impacto positivo histórico en la fe católica de este país. Sin embargo, hay algunos en la Iglesia que han criticado este avivamiento, alegando que está poniendo atención exclusiva en la piedad Eucarística, la adoración, y las procesiones solemnes, mientras que ignora el llamado a amar al prójimo en actos concretos de caridad. Pero eso no es cierto en absoluto.
Una espiritualidad eucarística fuerte y devota no es una forma cómoda de mirarse el ombligo. La experiencia profunda del amor de Dios en la Sagrada Comunión exige una respuesta. Aceptamos el amor de Cristo en la Eucaristía y luego estamos llamados a salir y hacer algo con él. Desde el principio, los Obispos de Estados Unidos han tenido la intención de que el Avivamiento Eucarístico aumente tanto nuestro amor por la Eucaristía como nuestro amor mutuo.
En su discurso inaugural en el Congreso Eucarístico Nacional de 2024 en Indianápolis, el Obispo Robert Barron dijo: “Su cristianismo no es para ustedes. El cristianismo no es un programa de autoayuda, algo diseñado solo para hacernos sentir mejor. Su cristianismo es para el mundo.”
Existe una conexión esencial entre nuestro amor a Dios y la ayuda amorosa que brindamos a los demás. El santo sacrificio de la Misa hace presente el sacrificio de la cruz para todas las épocas futuras. Jesús murió en la cruz en un acto de amor sacrificial total para que pudiéramos ser más capaces de amar como Él amó. En la cruz, Jesús derramó su vida por nosotros en amor ágape. Al recibirlo en la Eucaristía, la capacidad de dar amor ágape crece en nosotros. Además, al pasar más tiempo en su presencia amorosa en la adoración Eucarística, cambiamos. Nos volvemos más capaces de imitar su amor y su don sacrificial.
La primera carta de Juan dice que, si vemos a nuestro hermano en necesidad y no lo ayudamos con acciones concretas, entonces realmente no tenemos el amor de Dios en nosotros (véase 1 Jn 3:17). “Si alguno dice: ‘Yo amo a Dios’, pero odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?” (1 Jn 4:20).
En la Última Cena, el Jueves Santo por la tarde, la noche antes de morir, Jesús no sólo instituyó la Eucaristía y el sacerdocio, sino que también nos ordenó un servicio humilde. En la Última Cena dio dos mandatos para la acción: el mandato de continuar ofreciendo la Eucaristía – “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22:19) y el mandato de lavarnos los pies unos a otros – “Pues si yo, el Maestro y Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros” (Jn 13:14).
Al lavar los pies de sus Apóstoles en la Última Cena, Jesús demostró que existe una conexión íntima entre su mandato de celebrar la Eucaristía y su mandato de lavarnos los pies unos a otros. Las dos acciones rituales clave de Jesús en la Última Cena, la Eucaristía y el lavatorio de los pies, representan dos caras de la misma moneda de la vida cristiana.
Por lo tanto, nuestra existencia cristiana católica debe incluir tanto el sacramento como el servicio. Una vida cristiana que incluya sólo uno de ellos, sin el otro, está incompleta. En el mejor de los casos, nuestro Avivamiento Eucarístico Nacional en los Estados Unidos enseña que existe un vínculo entre la adoración digna de Cristo en el altar y el servicio de Cristo en los pobres y necesitados.
La Madre Teresa de Calcuta es un ejemplo clásico de ello. En la capilla del convento de sus hermanas, en la pared detrás del altar, les dio instrucciones de pintar las palabras “Tengo sed” cerca del crucifijo y del sagrario. Esa sed tiene muchos significados. Es la sed física de Jesús cuando colgaba de la cruz, y su sed personal de nuestro amor, así como la sed de los pobres que reciben el servicio diario de las Misioneras de la Caridad.
La Madre Teresa enseñó a sus hermanas la íntima conexión entre la profunda devoción al Santísimo Sacramento y la acción concreta de recoger a los pobres y desamparados de las calles de Calcuta y cuidar de sus necesidades básicas, tratando de ver a Cristo mismo en los más pequeños de sus hermanos y hermanas.
Para nosotros, como católicos del oeste de Texas, debemos esforzarnos por vivir esta conexión íntima entre recibir a Jesucristo en la liturgia Eucarística y responderle sirviendo a nuestros semejantes con amor. La Constitución Dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, capítulo 11, afirma que la Eucaristía es “la fuente y la cumbre de toda la vida cristiana.” Es decir, la Eucaristía es a la vez la fuente de la que fluye todo nuestro servicio cristiano y el punto más alto hacia el que éste se dirige.
En la vida del cristiano católico se produce un intercambio dinámico, la que va de la vida a la liturgia y de la liturgia a la vida. Cada una de estas cosas se alimenta de la otra. La Eucaristía es realmente el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y nuestra respuesta a este gran don de la Eucaristía debe ser la de entregarnos al servicio de nuestros hermanos y hermanas.
Jesucristo está presente en el Santísimo Sacramento de una manera más poderosa que cualquier otra cosa que hagamos. Venimos a la liturgia para recibir su presencia, y luego tenemos el encargo de llevar su presencia con nosotros cuando salimos de la iglesia hacia nuestro mundo que tanto lo necesita.
Después de reconocer a Nuestro Señor en la Sagrada Comunión, debemos reconocerlo también en nuestro prójimo necesitado. La misma fe católica que nos permite reconocer la verdadera presencia de Cristo en el pan y el vino consagrados de la Sagrada Eucaristía también nos permite reconocer a Cristo en nuestro prójimo, en los pobres, los hambrientos, los desamparados, los inmigrantes, los maltratados, los encarcelados, los enfermos, los ancianos, e incluso en los miembros de nuestra propia familia.
En el discurso magistral del Obispo Robert Barron en el Congreso Eucarístico Nacional en Indianápolis, dijo que lo que se hace presente en la Eucaristía es el cuerpo de Jesús entregado por los demás y la sangre de Jesús derramada por los demás. La Eucaristía se da para conformarnos a Cristo quien se entrega por el mundo. Por lo tanto, nuestra experiencia de fe católica es más completamente eucarística cuando nos entregamos generosamente por el bien de nuestros semejantes.
En resumen, la Eucaristía nos lleva a la acción al servicio de los demás, y nuestro servicio a los demás nos lleva a la Eucaristía.